El Canto Eterno del Sol y la Luna: Un Relato Cósmico

Cuento inspirado en la mitología Inca y amazónica

Rocio Flores

9/14/20242 min read

En los días en que el cielo aún se tejía con los hilos invisibles del tiempo, el Sol y la Luna no eran solo astros, eran seres divinos, hermanos celestes que guiaban el destino de la humanidad desde el nacimiento del cosmos.

Inti, el gran dios del Sol, miraba desde lo alto, orgulloso de su creación. Bajo su luz, la vida brotaba, los ríos corrían y las montañas se elevaban hasta tocar su abrazo cálido. Junto a él estaba su hermana y compañera, Mama Killa, la diosa de la Luna, cuyos pasos suaves gobernaban las mareas y los ciclos, dando forma a los secretos de la tierra, esos que solo podían verse bajo el amparo de la noche.

Pero no estaban solos en su danza cósmica. En la vasta selva, los dioses del Amazonas también observaban. Guaraci, el brillante Sol de los cielos tropicales, se alzaba cada día para nutrir las plantas y dar fuerza a los cazadores, mientras que su hermana, Jaci, la luna de plata, velaba por los seres nocturnos y las almas que buscaban consuelo bajo las estrellas. En su amor infinito, ellos también habían sido destinados a caminar por senderos opuestos, sin poder encontrarse nunca en el horizonte. A pesar de sus diferentes tierras, todos compartían un mismo anhelo: sostener el equilibrio de la vida, de los sueños y del espíritu humano.

En lo profundo del Amazonas, dos hermanos, descendientes de las estrellas, también observaban el juego divino. El mayor, de corazón ardiente, decidió convertirse en el Sol, trayendo luz y calor al mundo. El menor, más tímido pero lleno de sabiduría, se transformó en la Luna, envolviendo la noche con su suave luz. Sin embargo, su relación no estaba exenta de conflicto. Las manchas en la Luna eran cicatrices de una batalla perdida, donde el amor fraterno había sido reemplazado por celos y orgullo.

Y así en las alturas de los Andes, en las profundidades de la selva amazónica y en los cielos que cruzaban el mundo entero, el Sol y la Luna danzaban. Sus pasos marcaban el ciclo eterno de la vida y la muerte, del día y la noche, de la luz y la sombra. No podían tocarse, pero sus corazones palpitaban al mismo ritmo, conectados por un amor más allá del tiempo.

Desde entonces, los seres humanos miran al cielo en busca de respuestas, sintiendo que en esa separación de los astros reside también su propio viaje hacia el equilibrio. Porque así como el Sol brilla con fuerza y autoridad, la Luna nos invita a descansar, a soñar y a mirar hacia adentro. El día es para actuar, la noche es para sentir.

Los dioses cósmicos, en su infinita sabiduría, nos recuerdan que somos hijos de la luz y de la sombra. Que como Manco Cápac y Mama Ocllo, somos enviados a la Tierra para crear, para transformar. Que, como los hermanos del amazonas, también portamos cicatrices que nos hacen quienes somos. Y que como Inti y Mama Killa, solo en el balance de nuestras fuerzas podremos vivir en armonía.

Hoy, bajo el mismo cielo que alguna vez fue tejido por las manos de los dioses, el Sol y la Luna siguen cantando su eterna canción, guiando a los seres humanos hacia una vida consciente, una vida despierta.